La discrecionalidad judicial... querer no es poderRoger E. Zavaleta Rodríguez (*)
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No
pocas veces las decisiones judiciales suelen ser “justificadas” con el
manido recurso del “criterio de conciencia” o la consabida
“discrecionalidad judicial”. Ésta, sin embargo, no es una caja de
Pandora; no hace a un Juez todopoderoso, ni lo dota de una capacidad para
convertir a lo blanco en negro, y a lo cuadrado en redondo.
Lamentablemente, su concepción y uso han venido pervirtiéndose, al paso
de resoluciones absurdas que fungen de “razonables”.
Según el DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA[1],
la palabra “discrecionalidad” alude a la calidad de discrecional, o
sea, a aquello que se hace libre y prudencialmente. La prudencia consiste,
a su vez, en distinguir lo que es bueno de lo que es malo, para seguirlo o
para huir de ello; implica moderación, discernimiento, buen juicio[2].
La discrecionalidad supone moverse en el terreno de lo razonable y es
opuesta a la arbitrariedad, es decir,
a un proceder contrario a la justicia, la razón o las leyes, dictado solo
por la voluntad o el capricho[3]. Los jueces gozan de un margen discrecional para tomar sus
decisiones, pero esa
discrecionalidad o potestad de elegir una entre varias alternativas, o de
decidir en base a la única solución legítima al conflicto, no debe ser
ejercida de manera arbitraria. La razonabilidad es el criterio
demarcatorio de la discrecionalidad frente a la arbitrariedad[4].
Y como la motivación es el vehículo por el cual el juez manifiesta la
razonabilidad de su decisión, ella debe reflejar su raciocinio y la
justificación del resultado. El juez debe decidir dentro de los límites
en los que puede motivar; no aquello sobre lo que no puede dar razones[5].
ARCOS coincide con esta posición, cuando resalta que la clave para hablar
de ausencia de arbitrariedad es el concepto de razón o –con cita a FERNÁNDEZ-
el de motivación. “Dada una motivación, una razón de la elección
–explica-, esa razón debe ser plausible, congruente con los derechos de
los que necesariamente ha de partirse, sostenible en la realidad de las
cosas y susceptible de ser comprendida por los ciudadanos, aunque no sea
compartida por todos ellos”[6].
El asunto es: ¿cuándo la discrecionalidad judicial sobrepasa la frontera
de lo razonable para convertirse en un proceder arbitrario? o, mejor, ¿cuándo
podemos sostener que estamos en presencia de una solución irrazonable? Una decisión judicial es irrazonable, en términos
amplios, cuando no respeta los principios de la lógica formal; contiene
apreciaciones dogmáticas o proposiciones sin ninguna conexión con el
caso; no es clara respecto a qué decide, por qué decide y contra quién
decide; no se funda en los hechos expuestos, en las pruebas aportadas, así
como en las normas o los principios jurídicos; y, en general, cuando
contiene errores de juicio o de procedimiento que cambian los parámetros
y el resultado de la decisión. El concepto que acabamos de pergeñar debe ser cotejado
necesariamente con el caso concreto, a fin de concluir si el resultado del
mismo es o no arbitrario. Y es que, cuando se utiliza el criterio de la
razonabilidad como indicador de la discrecionalidad o la arbitrariedad de
un acto jurisdiccional, debe repararse en su naturaleza de concepto jurídico
indeterminado, la cual responde a un contexto tempo – espacial que se
enmarca en el propio proceso donde se evalúa el petitorio y su causa[7].
El arbitrio – como anota DWORKIN- es como el centro de un anillo, no
existe más que como un campo abierto rodeado por un cinturón circundante
de limitaciones. El primer límite que debe observar el Juez está
constituido por las peticiones y los hechos alegados por las partes. No
tendría objeto que las partes expongan lo conveniente a su derecho, que
cada una contradiga las alegaciones de su contraria y ofrezca pruebas para
acreditar sus afirmaciones, si el Juez prescinde de todo ello y,
traspasando la aduana de la controversia, decide sobre la base de hechos
no expuestos o pretensiones no deducidas en el proceso. Las
resoluciones judiciales, por tanto, deben proferirse de acuerdo con el
sentido y alcance de las peticiones formuladas por las partes, para que
exista identidad jurídica entre lo que se resuelve y lo pretendido[8],
y no pierda sentido toda la etapa de postulación y pruebas que sirvió de
antesala a la sentencia. Otra limitación – tal vez la más
importante- viene dada por la racionalidad de la decisión, como filtro
para evitar decisiones absurdas. Una de las técnicas
argumentativas más importantes[9]
tiene que ver con el argumento por reducción al absurdo, a través del
cual se conduce a quien niega la verdad de la tesis cierta, a
consecuencias ilógicas e inconvenientes. Es principio de la lógica
formal (tercio excluido) que entre dos proposiciones de las cuales, una
niega y la otra afirma, una de ellas es verdadera si se ha reconocido o
demostrado que la otra es falsa; no siendo posible que exista una tercera
alternativa[10].
A través del argumento por reducción al absurdo, precisamente, lo que se
busca es demostrar la falsedad de una proposición, desnudando que ella
posee elementos incompatibles o contradictorios que derivan en un
razonamiento incorrecto y, por tanto, la eliminan, dejando como única
solución a la tesis cierta, de la cual el contrario postulaba su
falsedad. “Lo absurdo -explica el
profesor LUJÁN TÚPEZ[11]-
es aquello que viola las leyes lógicas quebrantando el principio de
no-contradicción, pues establece la existencia de un fenómeno y su
contradictorio en idéntico tiempo y lugar, como
el clásico ejemplo del “círculo cuadrado” que objetaron los escolásticos”.
En efecto, como el círculo es una figura geométrica cuyo centro
equidista de cualquier punto de su perímetro, resulta incompatible con la
figura geométrica del cuadrado, cuya distancia del centro hacía uno de
sus lados es menor que la del centro hacia una de sus aristas. Un círculo
y un cuadrado, por tanto, no pueden existir en un mismo tiempo y lugar. Para explicar mejor el absurdo
vamos a seguir al profesor trujillano antes citado, y señalar que todo
significado[12]
se encuentra formado por notas características que se agrupan en su género
próximo y en su diferencia específica. En el concepto “hombre”, por
ejemplo, el género próximo es “animal”, porque le identifica con
otras especies vivas del género animado. La diferencia específica es
“racional” (vinculamos este concepto al de libertad), porque es un
atributo propio y exclusivo de los seres humanos. El género próximo se
encuentra, a su vez, formado por varias notas características o conceptos
que identifican a la categoría “animal”, que son:
vivo – corpóreo – sensible. Estas notas identifican a todo
animal, y si además agregamos el término racional, habremos formado el
significado: persona. Si al definir un signo (Vg. persona), en relación
con un determinado significante (Vg. persona violada) se incluye entre sus
características un concepto contradictorio o incompatible con los que le
son propios (Vg. muerta) incurrimos en un absurdo. Por este motivo, no es
posible la comisión del delito de violación contra un muerto. Y si a
alguien se le ocurre sostener esta tesis, incurriría en un absurdo. Sólo
los vivos pueden ser violados; tesis que subsiste por eliminación de su
opuesta. Del
mismo modo, no cabe revocar una resolución remitiéndose a sus propios
fundamentos, pues ellos sustentan la decisión que precisamente se revoca[13];
declarar que la construcción en terreno ajeno se hizo de buena fe; y, a
la vez, ordenar la demolición de lo construido[14].
Por el lado de los justiciables (en este caso es una carga procesal), no
es posible –desde el punto de vista de la lógica- alegar el ejercicio
del derecho de retención en una demanda de reivindicación, pretender la
inconstitucionalidad de un contrato – ley, etc[15].
Si, como señala ADOMEIT: “[…] de lo falso, de lo
contradictorio, es posible deducir lo que se quiera”[16],
para los Jueces querer no es poder. No pueden declarar la sinrazón de una
pretensión sobre la base de “círculos cuadrados” o razones
contradictorias. Éstas, al igual que las aparentes, no pertenecen al
mundo jurídico; son como los caminos de Alicia en el País de las
Maravillas: llevan a cualquier sitio a donde el Juzgador que incurra en
tales vicios quiera llegar. El proceso no es un cuento, no es
parte de la ficción; evidencia un conflicto, un drama, que no se
soluciona con expresiones dogmáticas, ni con una retahíla de citas
legales que fungen de motivación jurídica, pese a que no aparecen
relacionadas con el fallo. En estos casos la resolución es nula, porque
un poder sin razón no es discrecional, sino arbitrario; porque un poder
irracional (el que viola principios lógicos) no es más que un acto
salvaje; en tanto, si el hombre es un “animal racional” y lo absurdo
supone una manifiesta irracionalidad, prescindir de la lógica equivale a
negar nuestra propia ontología.
NOTAS: [1]
REAL
ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario
de la lengua española,
T. I, Madrid, Espasa Calpe, 21ª Edic., 1992, p. 759.
[2]
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario
de la lengua española,
T. II, p. 1685. [3] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario
de la lengua española,
T.I, p. 180. Véase también: ARCOS RAMÍREZ, Federico. La
seguridad jurídica. Una teoría formal, Madrid, Dykinson,
2000, pp. 54 – 55; CHAMORRO BERNAL, Francisco. La tutela judicial efectiva,
Barcelona,
J.M. Bosch, 1994, p. 207. [4]
Cfr. IGARTUA SALAVERRÍA, Juan. Discrecionalidad
técnica, motivación y control jurisdiccional, Civitas,
Madrid, 1998, pp. 41- 42. [5]
Cfr.
COLOMER
HERNÁNDEZ, Ignacio. La
motivación de las sentencias: sus exigencias constitucionales y
legales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003, pp. 159 – 161.
[6]
ARCOS RAMÍREZ, Federico. La seguridad jurídica. Una teoría
formal, p. 62. [7]
Cfr. ATIENZA, Manuel. Para una razonable definición de “razonable”, En: Doxa N°
4 – 1987, http://cervantesvirtual.com/portal/DOXA/cuadernos.shtml,
pp. 189 -190. [8] CAS N° 1428-1999-TACNA. En: Diario
Oficial El Peruano, Lima, 18 de diciembre de 1999, p. 4330. [9] En torno a las técnicas
argumentativas, véase ampliamente: WESTON,
Anthony. Las
claves de la argumentación [Trad. Jorge Malem Seña],
Barcelona, Ariel, 1ra. Edic, 3ra. reimpresión, 1998. [10]
Cfr. IBERICO, Mariano. Principios de lógica jurídica, pp. 378 -379. [11]
LUJAN
TÚPEZ, Manuel. La argumentación. En: “Razonamiento jurídico: Interpretación,
argumentación y motivación de las resoluciones judiciales”. Libro
en prensa, en autoría con el autor del presente ensayo y José Luis
Castillo Alva. [12] Manuel Luján distingue al signo, al significado y al significante. El
primero –señala- es la expresión simbólica sensible que es capaz
de ser percibida por cualquiera de los sentidos exteriores o de todos
ellos a la vez; por ejemplo, la palabra gato es el signo del felino
doméstico; un movimiento de cabeza es signo de asentimiento o negación;
la vestimenta completamente negra es signo de duelo, etc. El
significado es la definición del signo y debe poseer al menos el género
próximo y la diferencia específica; por ejemplo, si se tratara del
“hombre” diríamos que el género próximo es “animal”, en
tanto esa nota característica del hombre le vincula con los demás de
su especie, es decir, con todos los entes animados o bien capaces de
sentir y reaccionar frente a las sensaciones. A su vez, la diferencia
específica estaría representada por la “racionalidad”, ya que
ella es la nota que lo diferencia con los demás animales. Por último,
el significante es la realidad misma que genera el conocimiento. De
tal modo que, si estuviéramos conociendo un árbol, el significante
sería el árbol sembrado en el camino circundante o en el campo; y,
si fuera la “Gioconda” el fenómeno conocido, el significante, sería
el cuadro de Leonardo Da Vinci ubicado en el museo de Louvre.
[13]
CAS N° 1240-2002-ICA. En:
Diario Oficial El Peruano, Lima, 03 de febrero de 2003, p. 9992
– 9993. [15]
Sobre la violación al principio lógico de no contradicción véase: ZAVALETA RODRÍGUEZ, Róger.
Ser
y no ser...he ahí el absurdo: motivación defectuosa por violación
al principio lógico de no contradicción”. En: “Diálogo con la Jurisprudencia, N° 28,
Gaceta Jurídica, Lima, 2001, pp. 65 – 76. [16] ADOMEIT, Klaus. Introducción a la teoría del derecho, [Trad. Enrique Bacigalupo], Madrid, Civitas, 1984, p. 74. |